sábado, 4 de julio de 2009

EL PRADO DE LA DESNUDEZ, DE GONZALO VERA...

Reseña incluida en la Revista Pro-letrarios Nº 2:



Con una tirada de 500 ejemplares, El prado de la desnudez, del poeta bolsonense Gonzalo Vera, fue impreso “en el caluroso mes de noviembre de 2.008 en los talleres gráficos del Mallín Ahogado”. El libro cuenta con fotos de Sebastián Montes; diseño de Leandro Tonetti y Santiago Tercic; dibujos de Mariela Guarino y el ya nombrado Montes. Múltiples partes dan unidad a la obra: la declaración inicial (“No hay derechos ni autor, ni propiedad intelectual sobre las voces que se escuchan en este libro…”), las “Breves palabras previas” a modo de prólogo, la dedicatoria a Catalina y las tres secciones de poesía anunciadas en el índice del final: “a mares”; ¡minga!” y “mapa de rutas, ríos, desvíos y desvaríos varios”. Cada una de estas secciones es encabezada por un epígrafe y una ilustración.

El prado de la desnudez no pretende ser el libro fundacional de una nueva tradición o poética. Por el contrario, en las palabras de Antoine de Saint-Exupéry, Eduardo Galeano, John Lennon, Octavio Paz, Miguel Hernández, Jorge Spíndola, Víctor Jara, Antonio Machado, Cristian Aliaga, Ernest Hemingway, Sodó y tantos otros compañeros de viaje que no lo abandonan, el poeta, incansable bohemio, persigue sus propias huellas, como en la infancia, según confiesa con añoranza, se buscaba al juntar las bolitas desparramadas. Así, varias son, a lo largo del libro, las voces oídas, pero sólo la de él es la que las dota de sentidos al citarlas y resignificarlas. Por esta razón, casi no hay neologismos. Lo que hay es convivencia de poesía en verso y en prosa, no de prosa y poesía; asimismo, una combinación tal de palabras, que algunas líneas u oraciones, incluso las tomadas de quienes son sus referentes, suenan como pronunciadas por primera vez o, como dice Gonzalo en el prólogo, desprovistas de ese alquitrán que adquieren en el tonto uso diario.

El gran tema del libro es, a mi entender, la búsqueda. En efecto, las palabras constituyen, para el yo poético, una herramienta de exploración constante. La infancia imborrable, los amores pasados, viejas amistades, reencuentros furtivos, abrazos casi fugaces, el abuelo muerto, la voz del padre ya ausente, la hija cielonauta, insisten en retornar una y otra vez para confirmarle al poeta la soledad en la que se halla inmerso. Según revela, él es nadie y sólo busca para olvidar. Sin embargo, al acompañarlo en su viaje, advertimos que la búsqueda del poeta tiene, al menos, tres fines: el amor de una mujer, la amistad de un hombre y un lugar en el mundo donde pueda compartir, aunque sea como un último consuelo existencial, la amistad y el amor.

El tono predominante en la voz del yo poético podría caracterizarse como triste, apenado, lloroso, ya que denota sentirse herido, angustiado, lastimado por la experiencia de una vida poblada de obstáculos, trabas y pruebas no del todo superadas. Además, está cargado de nostalgia, recuerdos y anhelos en los que no dejan de vislumbrarse flores oscuras, olas tapadas, mariposas que matan, una monotonía multicolor, una maravillosa tristeza, una muerte indolora, la imposibilidad de seguir respirando, encrucijadas de caminos que sólo sirven para partir, dormir y amanecer con la resaca en cualquier parte, excepto en una cama.

La Vía Láctea, las estrellas, el cielo, la luna y el mar son los elementos con los que en forma constante se reencuentra el poeta, intentando conseguir la concreción de un último aleteo que le permita tomar vuelo, desmaterializarse, levitar, levantarse por encima de la realidad que lo cerca hasta llegar a ser poesía plena de desnudez a la que no le quepa otro ropaje que la belleza. Mientras tanto, el sol brilla por ausente o, en todo caso, deviene en la marca de un recuerdo feliz ya del todo irrecuperable. El amanecer, el atardecer y la noche son los momentos para la poesía angustiada y lastimera de un viajante cansado. Este sólo porta una mochila, y en ella, canciones y poemas que, desde hace mucho, aunque no lo entienda nunca, hablan de él y con él.



Damián Franckovick

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